El único libro que importa: la vida
Sobre cuadernos, lapiceras, tinta y palabras que confluyen.
Luego de varios meses de retomar la escritura y convertirla en una práctica del día a día, me debato entre mis escritos. Tengo varios cuadernos: uno que aloja el manuscrito de mi próximo libro, que va tomando forma siguiendo mi pulso, otro en el que escribo mis páginas matutinas (escritura automática apenas me levanto) y uno donde plasmo el arte en palabras que publico en Instagram y Substack. Ah, también existe una nota en el celu, que aloja una lista de ideas, las cuales surgen espontáneamente y que luego dedico el tiempo para desarrollarlas. Y ahora que recuento, también existe otro proyecto encuadernado en algo que pronto les compartiré.
Me pregunto de dónde viene esa manía mía por clasificar cada hilo de pensamientos que conforma un escrito, esta necesidad de orden exhaustivo devenida en distintos cuadernos, que por momentos me ayuda a aclararme, pero que a veces me deja exhausta, convirtiéndose en un antónimo per se que me lleva directo al agujero de Alicia, a sentencia obligada con la Reina de Corazones.
Creo que, por un lado, se origina en mi amor por la conceptualización, el poder luego ponerle voz a las ideas que nacen en el proceso y alojarlas en un contenedor específico para ser compartidas. Algo así como una traducción de pensamientos plasmada en el papel. Por otro lado, se lo debo al perfeccionismo del orden —que no me encanta ni me enorgullece—, aunque cada día pongo de mi parte para dejar que la suavidad me tome, desplazando el ideal.
La cosa es que en el orden absoluto de hojas infinitas, a veces, me pierdo porque me cuesta identificar dónde empieza un cuaderno (una idea) y dónde termina el otro (un concepto). El desorden devenido en orden y viceversa.
Me encuentro creando arte como contenido o me siento en el escritorio o en un café con ánimos apacibles, con la intención de hacerlo, y termino abrumándome porque no sé si el poema que escribí debería formar parte del nuevo libro, de una nota en Substack o del feed de Instagram.
Nota al margen nro. 1: cuando capto la palabra «debería» en mi discurso, una alarma empieza a sonar. «Si el camino es el del “debería”, entonces, no debería nada», me digo a mí misma. Respiro y sigo. Me agota el deber autoimpuesto. Me recuerdo que se trata de seguir el dictado del alma y que todo es parte del camino, más bien: el camino es todo.
Nota al margen nro. 2: Después de todo, el poema puede encontrar su hogar en las páginas de mi libro y en cuántos otros lugares más, como el corazón de un lector que decidió regalárselas a alguien más. Me debato nuevamente: «Es que no quiero publicar todo acá, ¿qué queda para mis libros, entonces?». Queda todo. Hay lugar para todo. Soy creatividad. El espacio es infinito.
Retomo el sendero y encuentro también que el aroma a tierra mojada me regala frescura, los pensamientos se encauzan, y el ruido disminuye. Me doy cuenta de que las palabras son conmigo, viven en mí y también son mi hogar más allá de la forma o el hermoso cuaderno de turno donde aparezcan plasmadas. A veces, diviso con agudeza qué cuaderno utilizar; otras veces, no lo tengo tan claro. Me recuerda a la vida. El «no saber» como divina parte fundamental, un lugar lleno de potencial. Me recuerda a la vida (bis). Un conjunto de ideas, momentos, efimeridad y posteridad que, a veces, si miro de cerca, quizás me cueste encontrarle sentido, pero que, si observo en perspectiva, el cuadro se torne de colores y estilos que puedan disipar lo que ofusca la transparencia.
Pienso en términos de obra literaria y me doy cuenta de que, al final —y al principio también—, la vida es el propio libro siempre en proceso, en el cual la trama cambia, los giros inesperados suceden, los escenarios permanecen en movimiento, existen capítulos cortos y otros más largos que requieren ser atravesados, abundan los anexos y las notas al pie de página, existe un prólogo y un epílogo (o varios, ¿por qué no?), ocurren constantemente flashbacks y flashforwards que nos aportan más información para un mayor discernimiento (proceso espiralado), aparecen personajes, algunos se van y otros se vuelven coprotagonistas (porque la vida es hermosa en compañía también). Y, entre todos estos elementos, existe un único protagonista (vos, que estás leyendo; yo, que transcribo en servicio en este momento), quien tiene el poder de la pluma para escribir y reescribir la narración cuantas veces el corazón lo dicte.
Al fin y al cabo, me doy cuenta de que este libro que es la vida se escribe en un solo cuaderno.
A veces, hay muchos caminos (libretas, anotadores, notas al margen, cuadernos dentro de cuadernos —inception—, etc.) que nos permiten tomar registro de los sucesos: lo micro que le da sentido a lo macro. Nosotros escribimos, y las hojas son el refugio donde podemos descansar, entregarnos a lo que es y confiar en que hay algo enorme, que también vive en nosotros, que siempre nos sostiene. Una estructura mágica que todo lo orquesta.
A veces, el cuaderno de turno se termina en el medio de un capítulo muy importante o la tinta se agota cuando estábamos puliendo la idea precisa. Lo tomo como un recordatorio de la vida que me cuenta que el control no me pertenece (excepto el de mis acciones y cómo decido presentarme ante los acontecimientos), que es necesario volver a empezar y, para ello, muchas veces, utilizar nuevos recursos: los adquiridos en las páginas anteriores.
Empezar, entonces, otro cuaderno, otra lapicera (o recargarla de tinta si es posible), se vuelve una experiencia inédita. Esta vez, quizás, el cuaderno sea distinto y la lapicera tenga un trazo diferente (admito que suelo aferrarme a las formas y la tinta cuando encuentro que me gustan mucho), pero entiendo que llega algo nuevo a aportarle frescura, otros matices y palabras diferentes a lo que está por escribirse. «Enhorabuena», pienso, ya no quiero volver a escribir lo mismo.
Entonces, supongo que lo que quiero decir con esta extensa analogía es que no importa tanto en cuántos cuadernos escriba o el orden y la clasificación que disponga para las ideas. El tema es que siempre encontrarán cauce para confluir en el único libro que importa: la vida.