Hace unos días, publiqué un poema sobre los girasoles. Fue uno de esos escritos que me brotan de lo profundo del ser, dictados por la Voz del alma —a lo que siempre aspiro—. Y me acordé de la pregunta que me hizo Martha en la presentación de Inmarcesible: «¿Por qué girasoles?». Sorprendida, sentí la sonrisa dibujada en la cara. Amé que saliera esa pregunta porque, precisamente, había estado rumiando sobre eso. Sobre todo, me preguntaba: «¿Qué tienen que ver los girasoles con la portada Inmarcesible, cuando, en realidad, una de las flores que más menciono en los poemas del libro es la rosa?». ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Encuentro varias respuestas que iré desglosando, pero que me llevan a lo mismo: el amor.
Amo los girasoles por su unicidad, belleza y rareza. Son flores altas que pueden medir más que yo, con tallos fuertes y hojas ásperas y grandes de un verde pálido, que me invitan a observarlas, tocarlas y sentir la vida que me habla de continuar el recorrido y levantar la mirada, pues me espera un centro de geometría sagrada de colores tostados y pétalos que refulgen con suavidad y presencia plena el dorado del sol. Y mientras escribo estas líneas, evoco un campo infinito tanto en extensión como en pétalos, resaltando el amarillo y destellos, haciéndose uno con el celeste intenso del cielo y el sol.
Me llama mucho la atención esta vida que tienen, que se hace visible al ojo humano dispuesto a maravillarse con su naturaleza de inclinarse siempre hacia el sol paral buscar su luz, el brillo de la estrella que todo lo ilumina, que nos da vida. Y acá vengo yo, sintiéndome como un pequeño girasol siempre buscándolo para volver adentro y recordar quién soy, el fuego siempre ardiendo en el interior. Pues amo el sol y la vida que siento al rodearme de él, siendo con él, tan lejos y tan cerca regalándome su calidez a millones de años luz, ahora.
Acá estoy, inhalando profundo y exhalando todo el aire, sintiéndome más liviana (mientras —dato de color— escucho el agua que hierve y percibo el aroma del café recién hecho que me espera en la cocina). Liviandad que revive la brisa caliente de un verano intenso en la granja de mi familia, donde crecí, donde los girasoles danzaban al compás del viento. Estaban ellos allí, imponentes y majestuosos, mirando hacia el cielo, y yo, una niña con hambre de vida, obnubilada por el milagro, sin juicios, sintiendo la magia. ¿Acaso eso significaba sentirse viva? Creo que ahora lo veo aunque siempre lo supe.
Hace un tiempo descubrí una plantación de girasoles en la finca colindante a la granja. Llegué cuando ya estaban secos, pero haberlos encontrado se asemejó a haber descubierto un tesoro, un tesoro inmarcesible; pues estoy segura de que las semillas darán sus frutos en la próxima temporada o simplemente cuando es debido. Nature rules.
He ahí mi amor por los girasoles, el sol y el amarillo: el conjunto y cada elemento en sí despiertan vida en mí. Como decía anteriormente, me recuerdan la vida que soy.
Ahora, hablando de remembranzas, de la granja, de la niña que fui y que sigue conmigo, me remito ahora a la otra flor en cuestión: la rosa. Lo cierto es que crecí rodeada de ellas. Eran el atavío del jardín de casa y del de mi abuela, al lado. Las rosas rojas, particularmente, y su perfume me recuerdan a mi mamá (siempre había una dando vueltas por ahí, hermoseando alguna mesa, o un bouquet dispuesto en algún florero, algún altar o alguna repisa, resaltando la devoción). Y, ahora que lo pienso, qué flor también bella, única y rara, la rosa. Toda hermosa ella en su capullo al comienzo (justo ahora, debatiéndome entre si usar la palabra capullo o pimpollo, recuerdo que mi salita de cuatro se llamaba Pimpollitos, y no es casualidad que tenga tantas fotos rodeada de rosas sobre todo en esa etapa de mi vida). Luego, abierta, regalando su esplendor para ser admirada al mostrar sus pétalos aterciopelados, recordándome con sus espinas lecciones de protección, lo que necesitan para vivir y el cuidado y respeto que merecen cuando las tengo entre mis manos. Admiro, entonces, su beldad, y la gala natural que desdobla su presencia en cada lugar que habitan.
Así, desde chica aprendí que las rosas eran maravillas de la cotidianeidad y las asocié con mi infancia. Y no es casualidad que haya descubierto la palabra inmarcesible en el poema La rosa, de Borges, que pertenece a Fervor de Buenos Aires, su primer poemario. Inspiración plasmada para siempre en mi primera antología de poemas, que es hábitat de rosas, girasoles, vida y amor.
Entonces, vuelvo a la pregunta inicial y agrego: «¿Por qué girasoles en la portada y rosas en el interior? Hoy comprendo que ese girasol soy yo con un lienzo en blanco atrás aguardando ser explorado, tímidamente asomándose a la vida, pero confiando en el Todo que me habita, que es mi interior, donde vive también la rosa, mi mamá, unidas por la esencia, por la naturaleza, todas las flores, más allá del tiempo, más acá en el corazón.
Siento humildemente que tanto Girasol, como Rosa hablan también de tu felicidad. La sentí todo el rato, leyendo tu post! Gracias por eso 🌻🌹✨